Ayer vi a Irina. Llevaba el vestido azul que me gusta tanto. Ya lo llevaba en nuestro primer encuentro. Creo que conocí a Irina la noche que me despidieron de mi primer trabajo. O quizás fue en la reunión de personal. Ya no me acuerdo.
Yo nunca le gusté demasiado a Irina. No la culpo. Una mañana me dijo que a qué hombre se le ocurriría llevar al trabajo una camisa sin mangas. Ya ves tú. Ah, Irina. La verdad es que me había puesto muy gordo aquel año. Creo que fue también por aquel entonces cuando empecé a fumar. Fumaba mucho. Demasiado. Algunas mujeres me miraban lascivas cuando fumaba. Irina nunca lo hizo. Y la verdad es que tenía razón, apestaba.
Irina a veces me parecía estúpida. No recuerdo haber hablado con ella de otra cosa que de ella misma. Irina era estúpida, sí, pero qué piernas. Un día se levantó el vestido para abanicarse. Me parece que por eso decidí escribirle aquella carta. No me malinterpreten, no era una carta de amor. Aquello no era amor, no podía serlo. O quizás sí. Al fin y al cabo, qué sabrán ustedes del amor. ¡O yo!
Le dije que se viniese a casa después de cerrar, que había cambiado las sábanas para la ocasión. Nunca la había visto tan enfadada. Que a quién se le ocurre, dijo. Que quién me había pensado que era. Que esa no era la manera de tratar a las mujeres. La verdad es que me puso un poco cachondo. Se le meneaban las tetas mientras me gritaba. Y Señor, ¡qué tetas!
Poco después de aquello, la trasladaron. Nunca volví a verla. Hasta ayer. Y llevaba el vestido azul que me gusta tanto.
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